lunes, diciembre 24, 2007

“Cuando doy, me doy yo mismo”

En esta época de dar, puede que el mejor regalo seamos nosotros mismos. Tomé este artículo, muy bonito y que representa mi pensamiento acerca de lo que significa regalar como expresión de afecto y no de consumismo. Espero que lo disfruten.
Con amor, Ximena

¡Feliz Navidad!

Condensado del “Christian Herald” en Selecciones del Reader’s Diggest
Por Evan Hill

Había estado primero en una joyería y luego en la tienda del florista, pero ni en una ni en otra hallé lo que buscaba. Quería llevar a Priscila, mi mujer, algún regalo, una muestra espontánea de amor y afecto, algo así como el puñado de margaritas que un niñito da a su madre sin ninguna otra razón que un impulso cariñoso.

Los vendedores dijeron que “comprendían”, y me preguntaron que precio tenía en mente. No les quise decir que no pensaba en precio alguno; lo que en verdad llevaba en mente era la dulce sonrisa de Priscila cuando le entregase mi regalo.

Fui entonces a ver a mi amigo Stanley Lewis , que tiene una vieja tienda donde vende antigüedades, muebles y objetos usados. Es un solterón que nunca le quita el polvo a su mercancía y que probablemente nunca será rico. Cuando le expuse mi problema, se rascó la barbilla y me llevó a un cuartito sucio en que afila sus sierras, tiró de una gaveta y sacó un paquete de desechos de estopa. En el centro había un delicado broche antiguo: un óvalo de marfil en que aparecía pintado el rostro hermoso, sereno y fuerte de una mujer de treinta y pico de años. Ambos lo contemplamos unos instantes en silencio y luego dije:

- Esto es precisamente lo que quería.
- Así lo pensé- repuso, e hizo una pausa-. Pero no telo puedo vender. Hoy no, por lo menos. Tal vez dentro de un par de semanas. Me gustaría mirarlo de vez en cuando por un tiempo más.
- Lástima- comenté-. Quería regalarselo hoy mismo.
- Ya encontrarás algo otra cosa- gruñó -. Lo más probable es que no lo hubieras mirado dos veces, de haberlo visto en el escaparate de una joyería.

Desde luego Stanley tenía razón, yo tenía la impresíón de haber descubierto el broche y el haberlo descubierto lo había convertido en algo especial. En el escaparate de la joyería me habría contentado con verlo y nada más.

Al salir tropecé con unos tubos de latón, curvos y pesados, de unos 15 cm. de largo, con una esferita en un extremo.

-Son puntas de horcates, que se usaban para adornar los arneses de los caballos- me dijo Stanley-. Dos te podrían servir.
- ¿Para Priscila?
- Como floreros, colgados de la pared.

Los compré y volví a la florería en busca de unos claveles rojos.Al llegar a casa me metí a escondidas en el sótano y, ayudado por mis dos hijos, me dediqué a limpiar los cuernos de latón durante cerca de una hora. Cuando estuvieron resplandecientes, los pequeños los llenaron con las flores. Ocultándolos tras la espalda, subieron hasta la habitación donde se encontraba mi esposa.

Los floreros son preciosos. Colgados en el pasillo de entrada, guardan unos tallos de hiedra, unas flores purpúreas de cardo o unas hojas otoñales color de fuego. No son regalos comprados; son regalos que fueron descubiertos pulidos y arreglados especialmente para Priscila.

Aquel día aprendí lo que había querido decir el poeto norteamericano Walt Whitman al escribir: “Cuando doy, me doy yo mismo”. Comprendí que la verdadera dádiva debe llevar consigo algo del donante. En efecto, el regalo perfecto es el que concuerda con la personalidad de quien lo recibe, el que prueba que quien lo da tiene realmente interés y afecto por aquel.

Conozco a una mujer de edad madura, criada en una granja muy pobre, que nunca olvida las tarjetas de Navidad que su madre pintaba a la acuarela cada año. Todo los familiares recibían una, aunque a veces no pudieran recibir otro presente, y cada tarjeta, tosca pero bella, tenía su cariñosa estrofa especial, el más valioso regalo de todos.

Poco antes de la Navidad del año pasado una esquela de su hermana, en que le decía que todos los años por esa época el enviaba un cheque de cinco dólares a cada uno de sus cuatro sobrinos; pero el dinero agregaba, no remplazaba en realidad al cariño: no era un verdadero regalo. Mi amigo se sintió desconcertado, pues apenas conocía a sus sobrinos y no tenía idea de lo que pudieran necesitar o desear. Por último decidió enviarles cosas que no se pudieran obtener fácilmente donde vivían: cosas antiguas.

Para el pelirrojo de 10 años de edad encontró un reluciente sombrero de copa, todavía en la sombrerera en que estuvo guardado en 1880. Un viejo mondador de manzanas, de hierro fundió lo destinó al chico de 16 años. Su hermano de 15 años recibiría una balanza de cruz, y el joven estudiante de 18 años, estudioso y ahorrativo, un monedero de gamuza que algún granjero había usado a fines del pasado siglo. Mi amigo añadió un despepitador de uvas para su hermana y una barrena de mano para su cuñado, y con ciertas dudas remitió los paquetes.

Los regalos tuvieron enorme éxito. El sombrero de copa, según supo por una carta de de agradecimiento que recibió, lo lució el chico durante todo el día de Navidad. La balanza pesó “casi todos los pequeños objetos movibles de la casa” y luego fue a adornar la pared del dormitorio del muchacho. El mondador funcionó “a la perfección al tratarse de papas y manzanas, pero resultó algo resbaladizo para mondar naranjas, no muy bueno en el caso de las zanahorias y completamente inútil en el de los plátanos. El despepitador fue un fracaso, como lo había sido siempre desde que lo patentó su inventor 1887, pero la barrena sirvió para desmenuzar los corchos de las botellas. Los regalos de mi amigo tuvieron éxito porque había agregado simpatía e imaginación a su acto.

Algunos regalos suscitan recuerdos y nos hacen revivir momentos felices. A veces puedes ser muy sencillos, y sin embargo a menudo pasan inadvertidos. Cierta joven que conozco quitó la hiedra al ramillete de novia que había pescado al vuelo en una boda, la plantó y luego la puso en una maleta para regalarla a la recién casada en su primer aniversario. Un sujeto conocido mío que recientemente se hizo construir una lujosa casa veraniega, insistió en que los dormitorios tuvieran techos de láminas de metal acanaladas. Con esto quería dar una sorpresa a su mujer, quien muchas veces le cuando niña solía dormirse al suave ritmo de la lluvia que golpeaba en el tejado de zinc. Así le devolvía, treinta años más tarde, algo del encanto de su infancia.

Un amigo mío perdió todos sus muebles y efectos en un desastroso incendio. Su hermana pasó varios meses haciendo copias de las fotografías del álbum familiar, fotos que mi amigo había perdido en el desastre, pues sabía el valor que tendrían para la familia de aquel. Y una esposa enamorada tomó de su suegra, en secreto, lecciones de cocina y preparó para el cumpleaños de su marido vario de los platos que le gustaban en su adolescencia.

Uno de los regalos para niños más acertados de que he tenido noticia fue una botella de extracto de zarzaparrilla, que constó muy poco. Supe de ello por una inteligente señora que la compró envolvió cuidadosamente para regalársela a su nieto el día en que cumplió los once años. De ello resultó una fiesta dedicada a la fabricación de zarzaparrilla, fiesta en que los mayores recordaron su infancia y los niños se aplicaron con entusiasmo a tapar botellas de la bebida ya disfrutar de una cálida escena hogareña que sin duda querrán compartir más adelante con sus hijos.

Hace más de dos siglos, el dramaturgo inglés William Congreve escribió: “La belleza es el regalo que hace el enamorado”. Y la belleza está por doquiera, con sólo que miremos en torno. Un guardabosques de manos encallecidas corta un hongo anaranjado de un tronco caído y se lo echa al bolsillo. “A mi mujer le gustan las cosas bonitas”, dice con ternura.

La belleza es intangible, y a menudo es gratuita, pero es igualmente un don. A comienzos de la primavera pasada descubrí un impresionante panorama de montaña. Pensé en Priscila, y aguardé hasta que el colorido del follaje de otoño estaba en su apogeo; entonces, un atardecer, cuando ya el sol poniente enviaba horizontalmente sus rayos traslúcidos entre los alisos y las hayas, la llevé hasta allí.

Uno de los presentes más reveladores de imaginación y afecto de que he oído hablar fue el que recibió mi amigo Raymond Holden de su esposa, Bárbara. Él, que es poeta y naturalista, ama los bosques y las colinas, los arroyos y las lagunas. Pues bien, para Navidad, hace pocos años, Bárbara le entregó un documento legal encuadernado en el cuero azul que usan los abogados: el contrato de arrendamiento de 700 hectáreas de tierras forestales. El contrato, por el que Bárbara paga a una compañía maderera 25 dólares anuales de alquiler, permite a Raymond recorrer el bosque a su sabor, recoger ejemplares de especies botánicas, construirse chozas, abrir senderos y acampar en cualquier lugar de su vasto dominio, la única limitación es que no puede talar árboles maderables. Fue un regalo de perdurable encanto.

No sé si algún día podré hacer un regalo así. Pero he descubierto, por fin, el secreto del regalo perfecto: ha de ser algo especial para la persona a quien el que regala tiene por especial.

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